“Los señores del libro: propagandistas, censores y bibliotecarios en el primer franquismo, Eduardo Ruiz Bautista, Editorial Trea, Gijón (Asturias), 2005, 464 pp.
|
|
“Car il ne suffit pas d’interdire, il faut montrer et favoriser ce qui est bien” |
Parafraseando a G. Minois, se podría establecer que cuando hablamos de censura institucional, la labor desarrollada por ésta, no se agota en la gestión de las directrices marcadas por la represión, sino que una labor, no menos importante – cara y cruz de una misma moneda – es la promoción del “buen discurso”. Sobre este “buen discurso”, o de modo más preciso sobre este “discurso propagandístico”, trata, principal, aunque no únicamente, la investigación de Eduardo Ruiz.
Un discurso “inferido de la propaganda y la censura editorial, desarrollados por el Estado” (p.17), en una fase cronológica – 1941-1945 – en la que la posibilidad de acuñar esa falsa moneda, aceptada, sin embargo, como de curso legal, estuvo en manos de un único organismo: la Vicesecretaría de Educación Popular (VEP).
De su red tentacular, que abarcaba todos los medios de comunicación, el autor centra su estudio en el mundo del libro, haciéndolo de tal modo que, en ulterior instancia, nos permite conocer una de las líneas características de la política cultural aplicada durante los años del primer franquismo.
Debemos decir, con afán de ser justos, que los aciertos del libro son muchos, tanto por su planteamiento estructural – dado los elementos que agrupa – como por el hecho de casi todos ellos, se abordan por primera vez de modo serie y competente.
En el plano estructural referido, y tomando como eje la actividad desarrollada por la VEP (cap.3), nos encontramos con la censura editorial, implementada por la Delegación Nacional de Propaganda (cap.7), como parte más evidente – e incluso obvia – de un entramado de instituciones, del que se deduce una finalidad tan enconadamente perseguida, como finalmente fracasada, y cuyas líneas de actuación tratarán de potenciar una entelequia denominada “cultura española”, dogmática, jerarquizadora y elitista, en cuanto a sus trasgos peculiares, y que encarnará en un discurso que daba preponderancia a lo “culto” sobre lo “popular”(una de las tesis principales del libro).
Si a cargo de la censura, había quedado la labor de contención, en tanto modo de dejar el campo libre a una labor propagandística sin contrapartida ideológica, a la Sección de Ediciones y Publicaciones (cap.4) – inserta en el organigrama de la VEP – le competía realizar, entre otras funciones, una labor “positiva” de adoctrinamiento, es decir “todo lo relativo a la propaganda y educación conducida por cauces editoriales” (p.118), plasmada, no sin contradicciones, en una determinada política editorial.
Como organismos teóricamente autónomos – el dato es importante – aunque adscritos al organigrama de la VEP, figuraban la Editora Nacional (cap.5) y el Instituto Nacional del Libro Español (INLE) (cap.6). La Editora Nacional, poseía un estatuto fundacional de empresa editorial con titularidad pública. Como empresa, quedaba, por tanto, sujeta a las leyes del mercado editorial, en cuyo ámbito debería competir con la edición privada. Ahora bien, y dado su carácter estatal, gozó de determinadas prerrogativas y privilegios que, sin embargo, no impidieron que sus objetivos tanto propagandísticos – dado su carácter estatal – como económicos – en tanto empresa – apenas fueran alcanzados. Abundando en el primer aspecto, y a pesar de que, como se dijo, se trataba de un organismo teóricamente autónomo, dicho estatuto quedaba claramente cuestionado, desde el momento en que leemos, que “los libros publicados por la Editora Nacional, al menos hasta 1945, guardan un alto grado de identidad con los editados por la Sección de Ediciones” (p.192).
Del mismo estatuto autónomo debería haber gozado el INLE, en tanto inicialmente fue concebido como un organismo mediador y representativo de los intereses de la edición privada, frente a la administración. Pero dicho organismo, acabó, según palabras del autor, convirtiéndose en “la cadena de trasmisión que llevaba las directrices a editores y libreros” (p.249), cursadas desde la VEP, y de modo más concreto desde la Delegación Nacional de Propaganda, y asumiendo, por la misma razón, tareas espureas, como la vigilancia de los planes editoriales de las empresas privadas, o la expedición de visados de traducción de obras.
Este entramado, ciertamente opaco – de cuyo esclarecimiento el autor sale airoso – de funciones solapadas e interacciones no explícitas es, en tanto estructura, el contexto pertinente en el cabe analizar, no sólo el rostro obvio de la censura, sino el “dorso” de la labor prestada a la creación y promoción de un determinado discurso, y por ende, de una línea cultural específica, cuya materialización quedó escrita, e inscrita, en un libro claramente instrumentalizado por directrices políticas.
Como capítulos complementarios, cabe destacar el referido a la “Censura en la nueva Europa” (cap.2), como modo de contextualizar dentro de unos principios generales, en cuanto a funcionamiento y finalidades, tanto la labor de la propaganda, como de la censura, en relación a la situación geopolítica europea del momento. En la misma línea, dos capítulos abordan la parte que, a la familia católica, le correspondió en esta suerte de “reparto” de competencias, en relación al mundo del libro. En un primer caso, se trata de la Política Bibliotecaria (cap.9), que había quedado en manos del Ministerio de Educación. Y en un segundo – “La acción de los católicos” (cap.8) – de una autoatribuida misión, en tanto “pastor de almas”, ejercida no desde la fuerza ejecutiva, sino desde una propugnada obediencia moral.
Como apunte final, quizá se podría decir que cabe relativizar algunas de las conclusiones a las que llega el autor, en tanto el estudio se realiza más desde el lado de los discursos que de las prácticas concretas. Otros estudios, cuyas vías abre esta investigación, deberán dilucidarlo. De lo que no cabe duda es de que el libro, bien escrito, se lee con un gran interés e innegable provecho.
Debemos añadir, que en el año de su publicación, el libro quedó finalista en el Premio Internacional de Ensayo, “Caballero Bonald”; premio que sería finalmente otorgado al, recientemente fallecido, Claudio Guillén.
- La Vicesecretaría de Educación Popular, 1941-1945: La propaganda, de Madrid al suelo, Historia del presente, Nº4, 2004, pp. 211-233.
- En pos del “buen lector”: censura editorial y clases populares durante el primer franquismo (1939-1945), Revista de la UNED: Espacio, Tiempo y Forma, Serie V, Hª Contemporánea, t.16, 2004, pp. 231-251. (Artículo disponible).
- La editora nacional (1941-1945): primeros pasos y traspiés, Historia y política: Ideas, procesos y movimientos sociales, Nº13, 2005, pp. 99-120.