PROBLEMAS HISTORIOGRÁFICOS EN LA CENSURA LITERARIA DEL ÚLTIMO MEDIO SIGLO

Manuel L. Abellán

(Universiteit van Amsterdam)

(Artículo publicado en: República de las Letras, N.º 25, 1989, pp. 20-27)

Cuando ya se han cumplido los cincuenta años del comienzo consolidado del régimen franquista y la singladura democrática parece irreversible, no será superfluo interrogarse acerca de la pervivencia o desaparición de los efectos logrados por el franquismo mediante una política de represión literaria y cultural sistemática y persistente. Pocos temas ofrecen mayor unanimidad de juicio como el del rechazo de la censura. Cualquier estudioso se siente honradamente obligado a lamentar y a expresar su opinión acerca de los condicionamientos censorios. De algún modo, directa o indirectamente, todo el mundo se siente solidario y víctima en carne propia de aquellas circunstancias. Dejando de lado estas bien intencionadas efusiones del corazón, la verdad es que se ha avanzado muy poco todavía en el conocimiento, a secas, de lo que fue el aparato censorio y muy poco también el lo que todo aquello supuso y continúa suponiendo para la percepción de la cultura peninsular del último medio siglo. Ni la vuelta a la normalidad democrática, ni la total libertad de consulta de la documentación existente sobre la represión literaria, ni las compungidas lamentaciones de tirios y troyanos han hecho que la producción científica sobre el tema haya proliferado1.

         En realidad, esta actitud inhibitoria ante un fenómeno universalmente reconocido: la censura durante el franquismo, constituye en sí mismo un caso interesante de estudio para el sociólogo de la literatura contemporánea ya que está íntimamente ligado a algunos de los efectos producidos por casi medio siglo de pertinaz represión censoria. El franquismo nos acostumbró de forma tan fehaciente a los certeros efectos de la coerción censoria – llámense: represión literaria, censura previa y obligatoria, supresiones y modificaciones impuestas o aconsejables, prohibiciones y suspensiones, silencio administrativo, secuestro, apertura de expediente, seguido de un larguísimo etcétera – que tras su desaparición definitiva y la entrada del país en el concierto de las naciones democráticas, muchos fueron quienes creyeron que se abría una nueva etapa de libertad de expresión absoluta, sin trabas ni cortapisas. De lo que no todo el mundo se percató fue que aquel estado de euforia – primero – y de auto-satisfacción – más tarde – eran mucho más consecuencia del impacto psicológico producido por alguna parcela de libertad reconquistada – determinada prensa, determinados medios de comunicación social, determinado “destape” – que consecuencia de la desaparición de los agentes coercitivos “naturales” que también habían operado solapadamente a expensas del franquismo2.

         Conviene repetir hasta la saciedad que el franquismo –después de haber anulado físicamente a sus enemigos: guerra civil, ejecuciones, encarcelamientos, depuración y exilio – se incrusta en un medio social predispuesto a facilitar su desenvolvimiento y alertado contra posibles brotes subversivos. La propaganda incesante y la vigilancia omnímoda crean un clima propicio a la delación del disidente potencial. En la sociedad española sobre la que se cimenta, durante casi medio siglo, aquel régimen hay un consenso en lo esencial y en la meta que los mecanismos de represión persiguen – la censura literaria entre otros muchos – : impedir la vuelta a la situación ante quo3.

         La censura cumple, por tanto, una función coercitiva, inhibidora y, si se presenta el caso, represaliadora. El estudio pormenorizado de los efectos producidos por la censura gubernativa durante las dos primeras décadas de su funcionamiento revela que el consenso es total, y que la cautela entre los potenciales “disidentes” del régimen es absoluta. Sólo se aventuran a transgredir las normas socialmente consensuadas quienes creen disfrutar de especial bula por figurar en la nómina de censores – Camilo José Cela, Pedro de Lorenzo y tantos otros – o debido a las funciones público/políticas que desempeñan. Los percances a que estos conflictos dieron lugar nunca fueron de orden político o ideológico: nunca fue cuestión de reprimir una actitud opositora o de impedir la difusión de valores, de algún modo, subversivos, así como tampoco hubo intento alguno de coaccionar un producto disidente no acorde con los presupuestos ideológicos o políticos del nuevo régimen. En casi todos los casos conocidos – por no decir absolutamente en todos – se trataba de una discrepancia en la interpretación a la que podían estar sujetas algunas de las facetas del consenso general4.

         Se trataba, en realidad, de objeciones que tenían plena cabida dentro de lo que eufemísticamente se ha llamado el “pluralismo limitado” del franquismo. Dichas objeciones podían provenir tanto de los responsables directos de la política censoria – a nivel superior o intermedio – como podían ser el resultado final de presiones formales o informales de algún grupo social con suficiente poder disuasorio5.

         El mantenimiento del consenso logrado exigía ciertas concesiones en las cuestiones disputandae. En el dominio de la moral era donde se daban mayores tensiones al detentar la Iglesia, en última instancia, el monopolio interpretativo. Ésta recurrió siempre que pudo, con anterioridad o posterioridad a la publicación de la obra, para limitar los estragos morales, la piedra de escándalo, ya fuera a través de sus representantes oficiales o sus intermediarios oficiosos6. En el dominio de la política las fronteras estaban mejor trazadas y el ojo de los censores era mucho más avizor. En contrapartida, el escritor desafecto o no simpatizante con el régimen era también mucho más precavido, dadas las circunstancias.

         Entre la normativa censoria del estado y las normas de la moral y del dogma católicos no puede decirse que hubiera coincidencia perfecta. La laxitud de aquélla, basada en razones exclusivamente temporales y en atribuciones políticas propias de la autoridad civil, chocaba con la libertad para el ejercicio de la misión propia de la iglesia, basada en el derecho divino. La identidad de vistas en lo político y fundamental no siempre se traslucía en la práctica. Contrariamente a lo que dejaron aparentar las actuaciones públicas, con su fastuosidad y pompa, el moralista o el teólogo profesional sabía que las apariencias engañaban y que llegaría el momento de enderezar la situación.

         La presencia de un importante elenco de sacerdotes y religiosos en los servicios de censura no garantizaba plenamente que, a nivel de pastor de almas, de consiliario o jerarquía eclesiástica, se consideraran como inicuas para la salud espiritual de los feligreses o creyentes algunas publicaciones o la difusión de determinadas ideas. La Iglesia tenía la obligación apostólica de velar por la pureza de la fe y de las buenas costumbres por encima de los celadores a sueldo del estado7.

         Buena prueba de esta tensión queda de manifiesto en el comentario publicado en la revista Ecclesia a un decreto de la Sagrada Congregación del Santo Oficio, en mayo de 1943, en el que se insiste en la “especial importancia que ha de crear en los fieles la conciencia de un peligro gravísimo, como el que amenaza a la fe desde las páginas impresas, escrupulosamente tendenciosas, premeditadamente amorales, dosificadamente burlonas e irreligiosas que suelen sustituir a la bazofia pornográfica y anticlerical cuando las circunstancias políticas aconsejan a los sectarios un repliegue estratégico”. Curiosamente este durísimo comentario se publica poco antes de que la jerarquía católica decidiera crear el Secretariado de Orientación Bibliográfica, cuyo cometido sería emitir un juicio moral intrínseco sobre cuantas obras circularan por librerías y bibliotecas, con preferencia las de mayor difusión y actualidad y, al mismo tiempo, indicaría la suerte de receptor idóneo o lector para cada una de las obras. Si éste era el juicio global que le merecía a la Iglesia la labor censoria llevada a cabo por el personal de la Vicesecretaría de Educación Popular habrá que admitir que era urgente cortar por lo sano, revisar la totalidad de la producción impresa e idear un sistema de calificación moral y dogmática que sirviera de guía “a educadores y educandos, al clero, a los padres de familia y a los lectores católicos en general”. Al supuesto repliegue estratégico de los sectarios – denunciado en las páginas de la revista – correspondía una nueva táctica por parte de la Iglesia. El examen detallado de las reseñas de libros publicados entre 1944 y 1951 en la revista Ecclesia revela que las categorías de libros: 1) prohibidos, 2) reprobados por la moral y 3) dañosos, sobrepasan en número a los de las categorías: 1) obra moral y 2) obra moralizadora, lo cual no dejaría de ser asombroso en un estado católico en el que toda publicación estaba sometida a la censura previa. Estos datos inducen a pensar que los críticos literarios de la revista, órgano oficial de la Acción Católica Española, se esforzaron en hacer pasar por un tamiz más fino lo que la censura gubernativa ya había aprobado.

         Al igual que la censura gubernativa, los censores de Ecclesia se encontraron ante la imposibilidad de manejar criterios unívocamente objetivos en el enjuiciamiento de productos polisémicos por naturaleza. A esta dificultad de raíz se añadieron otras: la pretensión de elaborar un juicio moral y dogmático intrínseco, configurar un lector idóneo y sobreponer a la censura del estado un dictamen sancionador propio. Sobre este último punto conviene decir que si los censores de la Vicesecretaría de Educación Popular – una vez realizada la depuración de obras impresas existentes y convenientemente adaptadas las obras presentadas a reedición – se vieron irremediablemente abocados a la crítica literaria más que a la poda de manuscritos supuestamente peligrosos8, los redactores o ponentes de Ecclesia – así fueron designados – se vieron doblemente compelidos a ejercer la crítica literaria: las convicciones morales, conceptos de catolicidad y tradición se convirtieron en criterios estéticos. A este respecto es sintomática la simpatía manifiesta por obra favorables a cierta españolidad como en La sombra del ciprés es alargada, de Miguel Delibes, o el rechazo de otras basado en “el concepto que un personaje expone de España, por ejemplo: el Guadalquivir le recuerda un río lleno de guijarros blandos”9.

         El caso de la censura eclesiástica juxtapuesta a la censura gubernamental, es interesante ya que permite conocer alguna de las facetas del “pluralismo limitado” aludido y pone claramente de manifiesto una forma de censura solapada, funcionando parcialmente a expensas de la actuación de los servicios de la censura gubernativa. Tal vez dentro del espectro de fuerzas sustentadoras del franquismo sea el caso de la organización eclesial el más patente formalmente, dada su organización. Y, sin embargo, no se ha llevado a cabo – que sepamos – ningún estudio en profundidad sobre la crítica literaria en las publicaciones de obediencia católica10. Lo mismo cabe decir de las publicaciones adscritas a otras tendencias o grupos del componente franquista ¿Hasta cuando se tendrá que esperar para disponer de un estudio crítico, a fondo, sobre la Estafeta Literaria en sus dos etapas de existencia? ¿Tendremos que contentarnos con que sirvan las opiniones y juicios de quienes en ella escribieron – debidamente manipulados y supervisados por los mismísimos responsables directos de la censura o por sus delegados – de materia prima en base a la cual se sigue escribiendo gran parte todavía de la historiografía  literaria  peninsular ? 11. ¿ Para cuando los estudios sobre el aporte de órganos de prensa  como  Arriba,   Ya y ABC? ¿Y cómo explicar la inexistencia de una monografía sobre la singular función desempeñada por la revista Ínsula o, incluso, en un terreno menos específicamente literario, la revista Índice? 12.

         El hecho de que la censura franquista – la censura gubernativa – asumiera en sus actuaciones una multiplicidad de intereses censorios, constituyéndose en juez y parte de lo que debía o no debía ser publicado, ha contribuido fatalmente a identificar y confundir la desaparición del sistema censorio con la aparición de la libertad de expresión sin condicionamientos sociales o políticos. Por paradójico que parezca la práctica censoria – pese a su hermetismo y misterio – nos ha inducido a concebir sus actuaciones como unidimensionales y provistas de total transparencia, impidiéndonos captar la multiplicidad de condicionamientos en juego.

         En una sociedad sin censura estatal y con el máximo grado de respeto a la opinión de cada uno, lo único que ha desaparecido es una de las formas más obvias de coacción. La lucha entre clases y grupos sociales – grupos de presión formales o de hecho – sigue siendo el gozne en torno al cual giran y donde se enfrentan posturas ideológicas, actitudes políticas e intereses económicos, colectivos o individuales. En una sociedad basada en los principios democráticos – fundamentalmente en el parlamentarismo sujeto al sufragio universal – es la normativa constitucional la que establece los cauces por los que debe discurrir esta lucha abierta entre clases y grupos sociales. Quienes durante la época del rigor censorio franquista medraron tranquilamente a la sombra de aquél, dada la total o parcial coincidencia de intereses, ahora deben atrincherarse en sus posiciones y dar la cara. Lo nuevo es que ya no se apele a la censura como instancia última y de inescrutable designio, sino a racionalizaciones más o menos ajustadas a las propias opciones políticas. Así, según sea el medio de comunicación social de que se trate y según sea también el nivel en que se toma una decisión dada, se hacen más o menos patentes las formas de selección y de rechazo “naturales” que cohabitaron con el franquismo. Si durante aquella época, todo el poder visible parecía concentrado en los responsables de los mecanismos censorios – lo cual le daba una transparencia extraña por su opacidad – las actividades censorias en la actualidad son mucho más difusas: dependen tanto del medio de comunicación social – radio, televisión, empresa periodística, grupo editorial, soporte publicitario, etc. – como del sujeto o del grupo del que surge la demanda y del contexto en que ésta se produce.

         Ilustra casi trágicamente la obnuvilación mental producida por casi cincuenta años de censura gubernativa el desentendimiento que supone la escasa bibliografía existente sobre el tema. El panorama bibliográfico es desolador incluso si nos remontamos un siglo atrás. Hasta el momento lo que realmente ha preocupado a los investigadores han sido los temas de la censura inquisitorial, ligados claramente a un pasado remoto, alejado de las preocupaciones actuales y, a lo sumo, propicio a establecer brillantes analogías con la época actual, pero sin suerte alguna de compromiso político y social. Este ejercicio de la investigación se supone aséptico, sin relación con la actualidad, dado el carácter casi arqueológico del mismo: exhumar los restos inconexos de un pasado lejano, retazos perdidos y dispersos de nuestra historia social, política y literaria. En las últimas décadas se ha avanzado como nunca antes en el estudio y conocimiento de lo que fueron los estragos infligidos por la censura inquisitorial a las literaturas peninsulares o la producción literaria en general.  Pero conviene subrayar que han mediado varios siglos entre el momento y el lugar del crimen y el avance real en el conocimiento – parcial – de las condiciones en que se produjo. Asimismo, seguimos también sin saber cuáles fueron las actuaciones de la censura gubernativa desde la proclamación de la primera ley de prensa en 1883, por no mencionar la casi ignorancia sobre la época precedente. Sobre el período de tiempo que media entre 1902 y 1923, tiempo de crisis si cabe – crisis colonial, militar, sindical, social, política, económica –, nuestro desconocimiento es supino. Lo mismo acerca del período correspondiente a la Dictadura de Primo de Rivera, durante el cual son harto patentes sus actuaciones en las páginas de los periódicos de la época. Salvo algún indicio de investigación, seguimos sin un serio estudio. Nada tampoco sobre los condicionamientos impuestos por los diferentes gobiernos republicanos tanto a la prensa como a las publicaciones unitarias o a las representaciones teatrales. Vacío total en cuanto a las labores de propaganda y prensa del “lado republicano”. Paradójicamente sólo nos resta la herencia, más o menos intacta, del franquismo. La seguridad en la victoria alcanzada indujo a sus políticos y leales servidores a concebir la implantación del nuevo régimen “sub specie aeternitatis” y su legado documental es meticuloso y mucho más completo de lo que suele ser norma en un estado moderno.

         Tampoco este legado único e ingente parece haber acuciado demasiado la curiosidad de los investigadores o estudiosos de cualesquiera de las literaturas peninsulares. Siguen siendo tierra ignota las modalidades y las repercusiones de la represión tanto literaria como lingüística del vasco, del gallego y del catalán. Del primero sólo muy recientemente se han rastreado los efectos de la política censoria en su limitada producción editorial13. En el caso gallego merecería un estudio detallado el resurgimiento experimentado a partir de los años cincuenta, a través del grupo fundador de la Editorial Galaxia y las conexiones entre la producción literaria del interior y el exilio. A todo ello habría que añadir el hecho extraordinario, único caso dentro del ámbito del estado español, de un escritor – Xosé Méndez Ferrín – condenado por el Tribunal de Orden Público a pena firme de prisión por haber escrito una obra jamás publicada. Dicha sentencia fue confirmada por el Tribunal Supremo y este escritor gallego tuvo que cumplir condena en el Penal de Dueso (Santander). Se comprenderá la importancia de un buceo en los archivos de la censura, si se cae en la cuenta de que estamos ante el único caso de condena firme por la mera existencia de un manuscrito. El catalán, por último, cuya buena salud cultural y literaria tampoco ha impedido que sigan ignorándose hasta ahora las consecuencias de la represión literaria, los acuerdos habidos entre personalidades de la vida social catalana y las autoridades civiles, las razones de la progresiva amplitud de miras con respecto a las publicaciones en catalán. De forma mucho más espectacular y pujante que en el gallego se produce el resarcimiento de las actividades editoriales en catalán. Se da también un caso de escritor tratado de forma singular por la censura. El prolífico novelista Manuel de Pedrolo cuyas obras tardarán en promedio más de siete años en recibir el visto bueno – es el caso de su narrativa –, diez años de espera para la  publicación de sus obras teatrales y cinco años su producción poética. De este escritor se ha podido establecer documentalmente la retención por espacio de más de quince años de diecinueve de sus novelas presentadas a censura14.

         A modo de conclusión, quisiera insistir en dos aspectos de los que va a depender el restablecimiento de la memoria histórica de nuestro pasado más inmediato. En primer lugar, los estudiosos de la literatura contemporánea, en su labor crítica, no pueden continuar eludiendo el hecho de que la peculiar forma de transición del régimen anterior al estado actual ha implicado una prolongación de la validez e ineluctabilidad de los condicionamientos culturales del franquismo. De este modo el franquismo parece haber superado ampliamente sus propios límites históricos de existencia. Buena prueba de ello es la desidia en la recuperación de la memoria histórica inmediata – y no tan inmediata –. El estudioso de las literaturas peninsulares ha resultado ser víctima también de la acción censoria prolongada al no percatarse de que la censura no era un dato de partida insoslayable sino que había que involucrarlo plenamente en el acercamiento crítico a la literatura. En segundo lugar y como consecuencia de lo anterior, resulta totalmente incomprensible que frente al reconocimiento en abstracto de la importancia de la incidencia censoria no hayan correspondido proyectos de investigación concretos. Acaso valga la pena recordar que los Archivos de la Administración Civil de Alcalá de Henares están abiertos para todo investigador, mediante un sencillo trámite. Las restricciones en la consulta de documentos son escasísimas. En Alcalá se encuentran depositados – en su sección de cultura – los fondos documentales procedentes de los Servicios Nacionales de Prensa y Propaganda de la época del gobierno de Burgos, junto a la documentación de la Comisión delegada de la Junta Técnica del Estado encargada de propaganda y educación (Salamanca). Además, en la medida que el tiempo y las inclemencias no deterioró los legajos, se encuentra depositada la documentación casi completa de las Delegaciones Nacionales de Prensa y Propaganda, Cinematografía y Teatro, Radio y Plástica. Toda la documentación originada por la Vicesecretaría de Educación Popular y todas sus delegaciones provinciales. La documentación interna y externa del Ministerio de Información y Turismo desde su creación en 1952 hasta su reconversión en Ministerio de Cultura. En total no menos de medio millón de expedientes de censura de amplitud y complejidad diversa según los avatares por los que pasó la obra en primera edición o reedición. Un cúmulo insospechado de documentación.



1 La bibliografía específica sobre el tema de la censura de libros durante el franquismo es casi inexistente. Por ahora, un libro de orientación general y, en cierto modo, compendio de las doctrinas que sustentaron la política censoria de la época, es el del ministro Gabriel Arias Salgado, Textos de doctrina y política de la Información (Madrid: Ministerio de Información, 1956), seguido de los dos volúmenes del mismo autor: Política española de la Información, publicados en 1957 y 1958. Habrá que esperar hasta la publicación en Francia del libro de Gonzalo Dueñas, La Ley de Prensa de Manuel Fraga (París: Ruedo Ibérico, 1969) para disponer de algunos datos sobre la censura de libros. La mayoría de estudios que seguirán al último mencionado, abordarán temas relacionados con los medios de comunicación social – Manuel Fernández Areal entre los primeros – . La primera referencia sólida a la censura de libros se encuentra en J. Mª Martínez Cachero, La novela española entre 1939 y 1969 (información que será ampliada en las sucesivas ediciones: la última en 1986). Antonio Beneyto, Censura y política en los escritores españoles (Barcelona: Euros, 1975) presenta entrevista de utilidad con escritores y políticos, pero no es, ni pretende ser, una aportación al estudio del tema. G. Cisquella et al., Diez años de represión cultural. La censura de libros durante la Ley de Prensa (1966-1976) es el resultado de una tesina colectiva de estudiantes de la Escuela de Periodismo de Barcelona, cuyo mero título excede en creces su contenido. Por ahora, sigue siendo referencia obligatoria Manuel L. Abellán, Censura y creación literaria en España (1939-1976) (Barcelona: Península, 1980).

2 Todavía es terreno virgen el de las relaciones entre el mundo editorial y la censura gubernativa. Un intento por llevarlo a cabo en 1977 fracasó debido a la falta de colaboración por parte de las grandes editoriales del país (Seix y Barral, Bruguera, Plaza y Janés, etc.). En el plano del forcejeo entre editores y censura sólo se ha publicado algo en relación con el catalán en Albert Manent, Escriptor y editors del noucente (Barcelona: Curial, 1984) y Jacqueline Hurtley, Josep Janés, el combat per la cultura (Barcelona: Curial, 1986) por lo que se refiere a las dificultades en la traducción de la literatura inglesa. Sin embargo, continúan ignorándose las relaciones “colaboracionistas” de los editores con la política censoria. Cosa que no debe extrañar si se piensa en el olvido en que han quedado los estudios sobre el mundo editorial contemporáneo dentro de España.

3 Junto a los autores de referencia obligada para la comprensión del franquismo – Juan Linz, Paul Preston, Salvador Giner, etcétera – , convendría prestar mayor atención a los estudios realizados por algunos de sus intelectuales más influyentes – protagonistas de primera hora y de primera fila – como Juan Beneyto, cuyo importante libro La identidad del franquismo (Madrid: Ediciones del Espejo, 1979), a la vista de las pocas referencias en las que figura, parece haber pasado desapercibido. En Juan Beneyto se encuentran, sin embargo, no pocas claves para entender la primera singladura del franquismo – la apariencia fascista, el talante religioso y el trasfondo castrense – y una hipótesis nada desdeñable para el entendimiento de la transición o cambio.

4 Temas sujetos al consenso general fueron los lindantes con la historia del alzamiento o los orígenes de la Falange. Así se explican las modificaciones impuestas al manuscrito de Felipe Ximénez de Sandoval, José Antonio, revisadas personalmente por Ramón Serrano Suñer, ministro de Asuntos Exteriores a la sazón (véase: Diálogos Hispánicos 5 (1987): 168-169). Lo mismo cabe decir de la narrativa de escritores como José Antonio Zunzunegui o Ramón Ledesma Miranda, asiduos colaboradores de la censura. De este último, en Antes del mediodía se tuvo que intercalar un capítulo entero para paliar los efectos de las supresiones exigidas por la censura. Así podrían citarse otros ejemplos ad infinitum.

5 Por grupo social con poder disuasorio hay que entender cualquiera de los constituyentes del franquismo y muy especialmente, hasta finales de los años cincuenta, los representantes de la Iglesia. Más tarde se dan intervenciones del estamento militar, e incluso funcionarial, espectaculares.

6 Un desliz grave fue la autorización de Escenas de vida bohemia, de Henri Murguer, en 1946, autor cuyas obras, “omnes fabulae amatoriae”, estaban incluidas en el Índice de libros prohibidos.

7 Hacia 1950 la Iglesia consideraba perdida la batalla del control “moral y dogmático” de la producción libresca. La colaboración estrecha con los servicios de censura no había dado los resultados esperados. Vale la pena reproducir una cita de un editorial de Ecclesia, aunque en esta ocasión se refiera a la censura de espectáculos es extensivo a la censura de libros: “[...] queda desvanecido el equívoco de que ya en el organismo censor del Estado hay un asesor religioso. Se contestó cien veces que dicho asesor no representaba sino los límites máximos del criterio moral, pues la censura del Estado, como se ha declarado de fuente oficial, es para todos y, por tanto, necesariamente más abierta” (Ecclesia, 4-II-1950).

8 Juan Beneyto se ha apoyado en esta afirmación mía en varios trabajos para recalcar la bondad en el tratamiento de la literatura por parte de los censores de la “etapa triunfal”. Ha vuelto a incidir en el mismo punto en su interesante trabajo en Diálogos Hispánicos 5 (1987): 29-40, “La censura literaria en los primeros años del franquismo. Las normas y los hombres”. Para que no quede ningún malentendido: los censores tendieron a hacer crítica literaria porque, una vez llevada a cabo la depuración tanto física como cultural, la naturaleza de las obras presentadas a censura no ofrecía materia prima reprimible.

9 Aquí se hace referencia a Los años, de Virginia Woolf. El recuerdo que uno de los personajes tiene de los guijarros del Guadalquivir es tan contundentemente falso como lo son las seducciones, sugerencias y la psicología de los personajes (Ecclesia (1946): 222).

10 Creo que si mi información es correcta, la primera contribución a este tipo de estudio será Manuel L. Abellán y Jeroen Oskam, “Función social de la censura eclesiástica. La crítica de libros en la revista Ecclesia (1944-1951)”, Cuadernos Interdisciplinarios de Estudios Literarios, Vol. I, Nº1 (1989). Sobre este órgano de expresión del episcopado existe ya un excelente estudio general: José Ángel Tello, Ideología y política. La Iglesia católica española (1939-1959), (Zaragoza: Pórtico, 1984), además de las referencias hechas en las obras de Guy Hermet, Javier Tusell y Marquina Barrio. 

11 Buena prueba de todo ello es el estudio de la novela española llevado a cabo por J. M.ª Martínez Cachero. Lo que sólo fue la recepción de la narrativa en las publicaciones dirigidas y controladas por los servicios culturales del franquismo se convierte en la “novela española entre 1939 y 1969”, si nos referimos a la primera edición del libro. La pretensión de Martínez Cachero de que no hubo “ruptura” sólo puede defenderse partiendo de los postulados franquistas de una cultura española que volvía a resurgir, saliendo de las catacacumbas y empalmando con la tradición patria. De este mismo modo se explica también el escándalo en torno a Literatura fascista española, de Julio Rodríguez Puértolas, al haber exhumado infinidad de textos de época de molesto recuerdo y que vienen a confirmar el contexto fascistoide en el que se desarrolla la narrativa española sin “ruptura” a la que había aludido J. Mª Martínez Cachero.

12 Véase Manuel L. Abellán, “Los diez primeros años de Ínsula (1946-1956)”, Sistema, 66 (1985): 105-114, investigación que se prolongará hasta 1976. Sobre la revista Índice, Jeroen Oskam está preparando una tesis, parcialmente basada en los archivos personales de su antiguo director y propietario, Fernández  Figueroa, depositados en la “Institución El Broncense” de la Diputación de Cáceres. Desgraciadamente los familiares próximos al antiguo director oponen mucha resistencia a la libre consulta de la documentación.

13 Consúltese el intento recapitulativo de Joan Mari Torrealdai, “Censura y literatura vasca”, en Manuel L. Abellán, ed., Censura y literaturas peninsulares, Diálogos Hispánicos de Ámsterdam, 5 (1987): 65-97.

14 Sirvan a título de ejemplo los siguientes casos: Perquè ha mort una noia y Elena de segona mà, tardaron  dieciocho años. L' interior és el final y Fronteras interiors, veintiuno. La nit horitzontal, veintidós. Sólo se trata de algunas novelas.

Siguiente
Volver al sumario del número 3