BOSQUEJO DE UNA POLÍTICA DEL LIBRO
GUSTAVO GILI-ROIG (pp. 111-120)
Transcribimos la nota bibliográfica que, a petición nuestra, nos proporcionó la Editorial Gustavo Gili, y aprovechamos este lugar para agradecer su gentileza al otorgarnos el permiso pertinente para reproducir dos capítulos de su libro:
"Editor y bibliófilo. Fue uno de los principales promotores de la industria del libro en Cataluña. Fundó la Editorial Gustavo Gili (1902) y fue presidente y fundador de la Cámara Oficial del Libro de Barcelona y del Instituto Catalán de las Artes del Libro.
Como miembro de la Liga Regionalista, fue concejal de Barcelona (1916) y diputado provincial (1931). Publicó sus experiencias en "Bosquejo de una política del libro" (1944)".
El libro de Gustau Gili recoge el texto de la conferencia que fue pronunciada en Madrid, con ocasión de la Asamblea Nacional de Editores y Libreros, que en el año 1944, había convocado el Instituto Nacional del Libro Español (INLE).
Podemos decir, sin temor a equivocarnos, que se trata de una libro prácticamente desconocido por quienes han investigado la historia de la edición en España durante esa primera fase del franquismo, sin que sea menor el desconocimiento de quienes han abordado la historia de la censura durante esa misma fase.
Pensamos que negligencia y prejuicio son las causas de que este texto haya pasado prácticamente desapercibido. En el primer caso porque la historia de la edición durante el franquismo realizada hasta la fecha no ha dejado de estar plagada de lugares comunes y lo que es peor, ha reducido la cuestión de la censura en relación con ella a un aspecto tangencial. La negligencia de quienes han abordado la cuestión de la censura de libros recorre el camino inverso: se ocupan de la censura, pero se olvidan del aspecto editorial.
Respecto al prejuicio, es obvio que nadie pensó que intramuros de la dictadura podría encontrarse con un libro que soslayase la sombra de la propaganda y de la censura.
No es que Gustau Gili no se vea obligado a realizar las imperativas e insoslayables "genuflexiones" ideológicas del momento: hay que pensar que está hablando para un público que acababa de ganar una guerra, y que había otorgado a los vencedores la convicción moral de la infalibilidad de sus actos.
La posibilidad de maniobra para moverse en este terreno minado era por tanto, ciertamente, exigua, pero Gustau Gili va a encontrar en el aporte de datos objetivos un escudo que le permitirá exponer - no sin exponerse - su pensamiento con un grado bastante alto de libertad. Tan alto que, por ejemplo, pondrá de relieve las inevitables contradicciones entre la ideología política del momento y la realidad de los hechos: "estamos convencidos de que no puede haber política imperial si se prescinde del vehículo más eficaz para su expansión" (p. 20). La referencia, obviamente, era al libro, un libro que, como expondrá en su conferencia, estaba atacado a la sazón por todos los males posibles: la autarquía intelectual, la ausencia de protección económica, la falta de una política coherente de lectura pública, los cupos de papel, etc. Sin dejar de señalar, como se recoge en los dos capítulos transcritos, los otros dos grandes males que afectaban al libro: el intervencionismo estatal y la censura.
Adquiere así el libro un valor de documento de primera magnitud para quien desee conocer, con rigor, el estado del mundo editorial en España por aquellas fechas. Su lectura, que encarecidamente recomendamos, ha de hacerse sin dejarse ganar por los prejuicios y siempre atentos a los múltiples significados que se deslizan entre líneas.
(Extraído del libro: "Bosquejo de una política del libro" de Gustau Gili Roig, Barcelona, 1944).
15. LAS INTERVENCIONES
Casi nos atreveríamos a decir que las medidas más eficaces para fomentar la producción editorial y la expansión de nuestro libro deben encaminarse exclusivamente a abreviar trámites y simplificar procedimientos. Como habrá podido apreciar el lector atento, nuestra industria es un mecanismo complejo y, por su misma complicación, harto delicado. Todo lo que contribuya a reducir engorrosos trámites burocráticos, reglamentaciones sobreabundantes e innecesarias, ahorrar, en fin, pérdidas de tiempo al editor, se traducirá, indudablemente, de un modo positivo y tangible en favor del libro.
Un sumario recuento de todos los trámites a que debe sujetarse actualmente el editor español para cada obra que publica ilustrará a maravilla lo que dejamos apuntado:
1.º Presentación a la Censura del original de la obra o de su traducción si se trata de una obra extranjera.
2.º Presentación de los cinco ejemplares exigidos para obtener el permiso de circulación.
3º Visado de la traducción, tratándose de una obra extranjera, por el I.N.L.E.
4.º Gestión de la licencia de exportación para cada envío.
5.º Cumplimentación de los impresos exigidos en la Administración de Correos para cada envío.
Para ilustrar este sumario recuento, diremos únicamente lo que significa el cumplimiento de lo preceptuado en los dos últimos apartados. El editor que al publicar un libro nuevo desea mandar el servicio de novedades a un centenar de corresponsales en América, a fin de que reciba un ejemplar de muestra cada uno de ellos - ejemplar que no se asienta como vendido en firme, sino que puede ser devuelto -, ha de obtener para cada libro que envía la correspondiente licencia de exportación. ¿Se percata el lector de lo engorroso que es y la pérdida de tiempo que significa extender tantos documentos para dar a conocer un nuevo libro?
Pero estos inconvenientes, con ser graves, no significan nada comparados con otros requisitos exigidos al editor, cuyo cumplimiento exacto resulta en la mayoría de los casos casi del todo imposible. Hemos de aludir aquí al intento de mantener una revisión sobre los planes editoriales, con el sano propósito de imprimir determinadas orientaciones a la producción editorial española1. No negaremos que los partidarios de esta revisión están animados por las mejores intenciones y que lo que persiguen es favorecer al libro y dignificar el tono de nuestra producción. Pero en la práctica su intento resulta totalmente frustrado, porque no cabe, desde la mesa de un despacho ministerial, enjuiciar en toda su amplitud los planes que cada editor presenta; ni puede éste, por mucho que lo desee, alegar todas las razones que le impulsan a publicar una obra y a rechazar otra; y mucho menos todavía puede un editor comprometerse a producir, según un ritmo fijado y bajo un orden impuesto, las obras que le hayan aprobado. Dificultades imprevistas, circunstancias fortuitas, le inducen unas veces y le obligan otras a cambiar su plan. Por tanto, resulta inoperante y engorrosa la revisión de planes editoriales tal como se realiza en la actualidad.
Pero hay todavía otro aspecto de la misma cuestión, al que aludimos en el capítulo 5 y del que hemos de hablar nuevamente2. Nos referimos al clamor levantado cerca de la opinión pública por una parte de nuestra prensa contra el pretendido exceso de traducciones y al intento que se vislumbra de tratar de poner coto a tal exceso interviniendo el número de traducciones e imponiendo una tasa. Si este proyecto de intervención llegara a prosperar, el daño que se irrogaría a nuestro libro sería incalculable. Conste que hablamos de una cuestión que no nos afecta personalmente más que de un modo remoto, puesto que no publicamos obras de literatura, ni originales ni traducidas. Por ello mismo creemos que merece ser escuchada nuestra opinión, que es ajena a toda parcialidad.
Hemos tenido ocasión de ver que la actividad traductora es una especie de proceso biológico de crecimiento y asimilación que registran en mayor o menor grado todos los países. La autarquía intelectual es un absurdo, y las culturas más ricas son precisamente las que resisten las influencias del extranjero, pero no las rehuyen. El editor de obras extranjeras no perjudica a los autores noveles. Por el contrario, con su actividad - aunque parezca paradójico - hace posible a menudo la edición de obras de autores nacionales poco conocidos y, por tanto, de venta incierta. Gracias a la edición de obras extranjeras cuyo éxito ha sido casi siempre experimentado en su país de origen y muchas veces en otros países que se han apresurado a traducirlas, el editor español logra una base económica más amplia para su negocio, que le permite aventurarse a editar obras nacionales de éxito problemático, pero que por su mérito son dignas de ser conocidas. Advirtamos que este sistema compensador de la economía interna de una Editorial lo adoptan más o menos todas las empresas del extranjero. El editor, como hemos dicho en otro lugar, no puede ser siempre un mecenas, pero se permite a menudo el lujo de arriesgar un capital por una obra desconocida, y no pocas veces lo pierde, con la satisfacción, sin embargo, de haber cumplido un deber estricto.
Lo dicho vale para las obras literarias que se vierten al castellano y se publican en España. Casi no demandan justificación las traducciones de obras técnicas y científicas. No sabemos de ningún hombre de ciencia español que no haya logrado publicar una obra de mediana venta por falta de editor. Sabemos, en cambio, de muchos profesores y técnicos, autores de obras meritísimas, que quizá no habrían nunca llegado a escribirlas sin el estímulo de un editor clarividente y entusiasta.
Pondremos fin a estas breves observaciones acerca de la inoportunidad de tasar las traducciones en España, llamando la atención sobre otro hecho de valor no despreciable3. Se habla mucho de suprimir traducciones para favorecer a los autores nacionales, y se olvida que gran número de ellos dedican parte de su talento a la noble tarea de traducir. Es probable que, inadvertidamente, los que propugnan una limitación en el número de traducciones, agravan el mal que pretenden remediar, arrebatando a muchos de nuestros autores la posibilidad de lograr provechosos ingresos con su trabajo, más humilde, pero igualmente meritorio, de traductores de obras extranjeras.
16. LA CENSURA
Al abordar esta delicada cuestión, es necesario que consideremos el doble problema que plantea4. Por un lado, está estrechamente asociada al prestigio de España en el extranjero. Por otro lado, aceptada su necesidad como medida de gobierno, depende de su buena organización, no sólo el logro de los objetivos que nuestros gobernantes se hayan propuesto, sino también el progreso de nuestra cultura nacional o su lamentable estancamiento. Más todavía que en otras ocasiones, hemos de rogar que nuestra voz sea escuchada sin asociar nuestras palabras a la defensa de intereses particulares, que, en esta ocasión, por ser nuestros, sería legítimo considerar bastardos. No mueve nuestra pluma - repitámoslo - ninguna parcialidad, ni menos todavía ninguna conveniencia nuestra o de nuestros enemigos más caros. Por un deber estricto de patriotismo y porque tenemos fe en los destinos de España, creemos poder hablar franca y llanamente de esta cuestión.
En el exterior, no hemos de engañarnos, las medidas de censura son impopulares, sea el país que sea el que las adopte. Por esta razón es acertadísima la disposición de la Superioridad que prohibe insertar en la portada de los libros la aprobación de la autoridad competente. Pero este hecho innegable no tiene que influir para nada en el derrotero que adopte el Nuevo Estado. La censura literaria y gubernativa se aplica actualmente en Estados de tradición liberal, como Inglaterra, con carácter represivo; en países democráticos y católicos, como Irlanda, con riguroso carácter preventivo, y en muchos otros países de régimen semejante a España5. Sólo importa que nos fijemos en un hecho de capital importancia. La adopción de medidas de censura en sí, no sólo no es reprobable por la opinión mundial, sino que incluso puede resultar plausible. Pero la aprobación, el aplauso, dependen del criterio impuesto por los censores y la consecuencia que reflejan sus actos al aplicarlo.
En los Estados Unidos, por ejemplo, desde tiempo inmemorial los funcionarios de Aduanas intervienen la entrada de los libros de procedencia extranjera y rechazan la admisión de aquellos que por su contenido se consideran obscenos o subversivos6. Que aquella poderosa nación ejerza esta vigilancia sobre sus importaciones de libros, nadie se ha atrevido a criticarlo. Pero que los funcionarios encargados de realizar este delicado servicio apliquen, por imprecisión de términos en las normas de censura vigentes o por capricho personal, criterios que resultan contradictorios, esto es universalmente criticado, y levanta tal cúmulo de comentarios jocosos y de apreciaciones satíricas, que, según nuestras noticias, se está estudiando una racionalización del sistema. Podríamos acumular ejemplos en ilustración de este aserto. Basta que señalemos lo que tiene de absurdo que un país donde se producen films y revistas de moralidad dudosa, haya llegado a prohibir la introducción del Decamerone, de Giovanni Boccaccio, clasificándolo entre las obras obscenas.
Fijémonos en que tales inconsecuencias, si llegan a producirse en España, necesariamente alcanzarán mayor resonancia, porque - como creemos haber demostrado en los capítulos precedentes - nuestro libro tiene temibles competidores, y éstos no desperdician ninguna ocasión para desprestigiarlo y restarle posibilidades7. Fijémonos también en que, si la censura española resulta, además de inconsecuente, excesivamente rigurosa, en contradicción con el espíritu de nuestra época, las armas de que disponen, no ya los enemigos de nuestro libro, sino los mismos enemigos de España, son de un alcance incalculable.
Con malicia, o más raramente, de buena fe, se ha podido hablar fuera de España del excesivo rigor de nuestra censura. Es indudable que parando mientes en lo que rechaza, no se aprecia lo mucho que acepta. Pero no olvidemos cuán delicada y cuán arriesgada es la tarea de rechazar o prohibir las obras que produce el ingenio humano.
Se ha dicho, contra toda verdad, que el Nuevo Estado implanta un Index que no excluye a ningún autor mundial de renombre8. Se ha difundido la especie de que España prohibía la entrada de los libros americanos. Y un Ministro del Gobierno de un país amigo ha llegado a pronunciar estas palabras en un discurso ante el Jefe del Estado de otra nación amiga: "Hay países europeos que en materia de imprenta sólo disfrutan de la libertad de que se gozaba en la España del tiempo de Beaumarchais. Con tal de que no se hablase de la autoridad, ni del culto, ni de la política, ni de la moral, ni de los empleados, ni de las corporaciones que gozaban de crédito, ni de la ópera, ni de los teatros, ni de nada ni de nadie que tuviera relación con cosa alguna, se podía imprimir libremente lo que se quisiera, previa la censura de dos o tres censores"9. Casi huelga añadir que, entre estos países, el distinguido estadista cuenta a la España de nuestro caudillo Franco, que, a pesar de las dificultades derivadas de los actuales momentos, tanto se esfuerza por restablecer la normalidad en nuestra Patria. Lejos de nosotros el atribuir más importancia de la que tienen a estas opiniones personales, que muchas veces nacen de la envidia o el resentimiento10. Pero tampoco creemos que quepa ignorarlas, y mucho menos que sea lícito prescindir de ellas si, como alguna vez ocurre, las observaciones de nuestros mejores amigos entrañan un fondo de verdad. Por ello juzgamos tarea urgente la reforma de nuestro sistema de censura, que, además de ser excesivamente complicado, resulta en muchos casos de efectos contraproducentes.
Después de redactadas estas líneas, llega a nuestro conocimiento la Orden dictada por la Vicesecretaría de Educación Nacional11, en la cual se establece "una mayor flexibilidad en la aplicación de las normas referentes a la censura" de obras litúrgicas (suponemos que se alude a las religiosas), literarias de autores españoles anteriores a 1800, musicales, técnicas y científicas; pero se mantiene, de hecho, para todas las demás el régimen vigente.
Sin dejar de reconocer lealmente el buen intento que ha animado a la Superioridad al redactar estas nuevas disposiciones, creemos que alcanzarían pleno éxito si se suavizaran todavía más12, limitándose la censura a decir si la obra es aceptable o no, sin inmiscuirse en la apreciación del valor literario o científico, siguiendo con ello el ejemplo que nos proporciona la institución más importante y más sabia del mundo, la Iglesia Católica Romana, maestra en esta materia, la cual con su Nihil obstat aprueba todas las obras que no contienen nada contra la moral y el dogma, pero no se entromete en los demás aspectos. De no hacerlo así, se impone a las corporaciones oficiales literarias y científicas una enorme responsabilidad, dado lo arriesgado que resulta calificar de bueno o malo el contenido de determinados textos. Más de un caso presenta la historia de graves errores cometidos a este respecto y de revalorización de obras y de teorías que en un principio fueron rechazadas o reprobadas por las autoridades de la época. Esto aparte que la aplicación rigurosa de dicho procedimiento dilatará desmesuradamente el período preparatorio de las ediciones que pueden acogerse a las nuevas disposiciones.
Debería además reconocerse al editor el derecho de consulta en casos dudosos y el derecho de pronta respuesta por escrito. También es indispensable que el editor tenga la garantía de que, cumplidas las obligaciones que se le impongan, la edición autorizada por la Censura no pueda ser retirada ni la obra prohibida.
De lo contrario ocurrirá que, indirectamente, el régimen de censura resultará muy beneficioso para los editores americanos, nuestros más temibles competidores, quienes aprovecharán nuestra impotencia para reproducir y difundir aquellas obras que en España se retiren o se prohiban13. Tampoco debe echarse en olvido que determinados contratos de edición con autores y editores extranjeros estipulan un régimen de abono de derechos de autor proporcional al número de ejemplares. Las condiciones convenidas del extranjero podrá considerarlas anuladas o caducadas por el mero hecho de que la Censura española acuerde, a posteriori, la retirada de la edición o la prohibición de la obra. Cuando esto ocurra, nuestros editores quedarán en postura poco airosa y sujetos a enojosas reclamaciones.
Tratándose de libros que se publiquen en el extranjero, si son en lengua española y publicados en América, es necesario no perder de vista el peligro de que determinadas medidas de rigor por parte de la Censura española provoquen duras represalias contra nuestro libro. Sólo debería prohibirse la importación de obras pornográficas, sectarias, subversivas o marcadamente antidogmáticas. Por lo demás, las directivas que señala el Convenio Hispano-Argentino recientemente firmado14, gracias a los desvelos del Excmo. señor don Eduardo Aunós, en quien la vocación política se conjuga con la literaria para bien y provecho del libro español, podrían y deberían servir de módulo en nuestras relaciones con las Republicas hermanas, evitando rozamientos innecesarios.
Si los libros que se importan son en lenguas extranjeras, la Censura debería limitarse a un mínimo puramente formulario, teniendo en cuenta que por su misma naturaleza van destinados a un círculo restringido de lectores. Tratándose de importaciones al por mayor realizadas por los libreros, sólo deberían prohibirse las obras pornográficas, sectarias o subversivas, sujetando al librero a unas normas claras y concretas, que él mismo, bajo su propia responsabilidad, cuidaría muy mucho de no transgredir, ajustando a ellas sus pedidos.
El derecho de consulta y de pronta respuesta debería ser reconocido asimismo a los importadores.
Cualquier otra medida que se adopte con carácter más restringido resultará, a nuestro juicio, perniciosa y, como hemos apuntado, contraproducente.
1 A lo largo de todo el texto impreso, se aprovechan los márgenes del libro para ilustrar con unas palabras el contenido de los diversos párrafos. Dada la dificultad en una transcripción de este tipo para ubicar dichos "subtítulos" en el texto, recurrimos a la llamada mediante citas a pie de página. Hay que entender que la anotación queda referida al párrafo donde se ubica la nota a pie de página. En este caso: "Inutilidad de los planes editoriales."
2 [Traducciones]
3 "Muchos autores son traductores".
4 "Doble alcance del problema".
5 "Repercusiones exteriores".
6 "Caso de inconsecuencia".
7 "Riesgo de un exceso de rigor".
8 "Ataques de nuestros enemigos".
9 Nota del autor: "Discurso citado en la nota de la pág. 100, Obra cit., pág. 156.
10 "Urge una verdadera reforma".
11 Nota del autor: "De 25 de marzo de 1944 (B.O. de 7 de abril de 1944).
12 "No bastan las recientes disposiciones".
13 "Peligrosos efectos para el régimen".
14 "Censura librera".
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